El domingo 2 de octubre se llevaron a cabo las elecciones generales en Brasil, consideradas las más importantes desde el retorno de la democracia al país. Se trataba de ver si la ultraderecha del presidente en funciones, Jair Bolsonaro, habría conquistado otro mandato, a pesar de los desastres provocados, o si ganaría el ex-sindicalista Lula, que gobernó dos mandatos, entre 2003 y 2010.
Si bien todas las encuestas atribuían a Lula un amplio margen sobre su oponente, como para permitirle una victoria en la primera vuelta, no fue así. Quienes seguían el conteo del lado progresista, y las primeras proyecciones, han sufrido más de una preocupación, cuando Bolsonaro también apareció por delante por algunos puntos. Al final, una tendencia irreversible le dio la victoria a Lula con el 48,34% de los votos frente al 43,28% del opositor.
Partido aplazado por tanto al 30 de octubre, cuando se disputará la segunda vuelta. Para los dos aspirantes, se tratará de actuar en dos frentes: el electoral, para hacer converger los votos de los demás candidatos (fueron 11 en total), y el de la abstención. De una población de 217. 240. 060 personas y 156 millones de inscritos (más de dos millones de jóvenes entre 16 y 18 años), votaron 123. 676 685, osea el 79,05%. Neto de los votos en blanco o nulos, los votos válidos fueron 118.224.165.
En términos de números, Bolsonaro seguramente contará con el apoyo del rencoroso Ciro Gomes, a pesar de que su Partido Democrático Laborista (PDT) podría definirse como un «centroizquierda» (es el único partido político brasileño que participa en la Internacional Socialista). Gomes obtuvo el 3,4%. Quizás más maleable, para Lula, podría ser Simone Tebet, con su 4,16%. Se postuló por el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), que hasta 2017 se llamaba Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB).
Un partido de centro, entre los más grandes de Brasil, presente en todo el territorio nacional, que ha tenido un papel protagónico en todos los gobiernos desde el final de la dictadura militar (1964-1985). Los votos de Tebet representan la intolerancia de la burguesía tradicional brasileña por los desmanes de Bolsonaro, que resultó difícilmente maleable para quienes le allanaron el camino al poder en 2019, al frente del Partido Liberal.
Pero un mayor giro hacia el centro en la alianza variada que la logrado tejer Lula – que ya presenta como diputado al conservador católico Gerardo Alckmin, exgobernador, del partido de centroderecha PSDB -, si ha atraído y atraería el voto moderado, mantendría lejos a quienes se consideran desilusionados por la propuesta del Partido de los Trabajadores, que no ha cumplido sus promesas sobre algunas reformas estructurales: en primer lugar la reforma agraria, pero también la del sistema político, que presenta un marco ingobernable de fragmentación, lo que hace precario el equilibrio político y la aprobación de leyes.
Según una encuesta de Bloomberg, los mercados financieros creen que la nueva composición del Congreso evitará de todos modos un giro en la política fiscal, y si Lula gana, tendrá que bajar mucho el tono de su política económica. En el Senado, el partido de Bolsonaro ya tiene la mayoría, con 14 de los 81 escaños, mientras que el PT de Lula tendrá 9 senadores. Incluso en caso de victoria, Lula tendría que lidiar con la fuerte presencia de la derecha en el país, muy evidente en el centro-oeste de Brasil, en las regiones donde reina el agronegocio.
En el Distrito Federal, en Goias, Mato Grosso do Sul, todos los candidatos a gobernadores o senadores, elegidos en la primera vuelta, están directa o indirectamente vinculados a Bolsonaro, y así es para el único de los cuatro estados en los que habrá ser una segunda vez, el Mato Grosso do Sul. En general, Lula logró un resultado más consistente en el Norte, con excepción del estado de Roraima, cercano a Venezuela.
Bolsonaro es más fuerte en los estados del sur, y en un estado clave como São Paulo tuvo un resultado mejor de lo esperado. En la carrera por el cargo de gobernador, Fernando Haddad, del PT, excandidato a presidente en lugar de Lula, pasará a la segunda vuelta con el ultraderechista Tarcisio de Freitas, que lo superó en número de votos.
Por otro lado, Minas Gerais, el estado que, por costumbre, anuncia la victoria del candidato a escala nacional, fue para el PT. Una victoria significativa porque el electorado de ese estado, considerado un Brasil pequeño, cercano a otros grandes estados de Río, Sao Paulo e incluso Bahía, es conservador. En 2018, le dio la victoria a Bolsonaro. Ahora, las encuestas dicen que el nivel de rechazo del «Trump brasileño» supera el 50%.
El perseguidor de Lula, el ex juez Sergio Moro, en el estado de Paraná, también fue elegido para el Senado con el 33,7% de los votos. Gracias al uso del lawfare, Lula fue encarcelado durante 580 días, condenado definitivamente por corrupción y excluido de la competencia electoral en 2018. Una condena política, así como política apareció la decisión de lavarlo de todos los cargos, de los cuales Lula siempre se había proclamado inocente. Permitirle participar en esta nueva competencia electoral parecía una muestra de fuerte intolerancia del establishment hacia el impresentable Bolsonaro, sobre todo tras la elección de Joe Biden en Estados Unidos y la consecuente necesidad de fortalecer el anti-trumpismo a nivel internacional.
No es que los poderes fuertes no hayan intentado construir una «tercera vía» o, como está de moda decir, una alternativa a la «polarización», pero ningún perfil parecía creíble, y solo quedaron en la lista candidatos “perturbadores”, como Gomes y Tebet. La ambientalista evangélica Marina Silva, en cambio, fue cooptada en el campo de Lula, y fue elegida diputada en el estado de Sao Paolo.
La difusión de las encuestas, que daban casi con certeza la victoria del lulismo en primera vuelta, puede haber jugado como elemento desmotivador de la izquierda, porque hay quienes han podido creer segura la victoria y inútil un voto más. Un elemento que Lula deberá tener en cuenta en estos días de campaña electoral, consciente de que, como ha ocurrido en otros países, por ejemplo en Ecuador, la derecha suele reagruparse en la segunda vuelta.
Pero también está el ejemplo de Colombia, donde Petro ha logrado triunfar en un país donde el dominio del uribismo sigue siendo poderoso, aunque en una relativa crisis de hegemonía. Su punto fuerte fue evidentemente la movilización popular de las fuerzas más acostumbradas a luchar que a votar, protagonistas de las protestas contra la gestión de Iván Duque.
En ese sentido, ya en esta primera vuelta, también hubo señales importantes en Brasil: por ejemplo, la victoria de Guilherme Boulos, coordinador nacional del Movimiento de los Trabajadores Sin Hogar (Mtst) y militante del Partido Socialismo e Liberdade (Psol), o la elección de algunas diputadas indígenas y afrodescendientes. En São Paulo, Boulos superó al hijo de Bolsonaro, Eduardo, para ser el diputado federal más votado en la cámara.
Eduardo Bolsonaro, quien en las últimas elecciones fue a su vez el diputado más votado en la historia de Brasil, fue de los primeros en felicitar a Giorgia Meloni por la victoria en Italia. De hecho, comparten una sólida alianza con el partido español de extrema derecha, Vox, que está bien establecido en América Latina. En 2001, el responsable de Vox, Santiago Abascal, junto al eurodiputado Hermann Tertsch visitó a los Bolsonaro, para manifestar su apoyo electoral, y para lanzar amenazas y acusaciones al Foro de Sao Paulo y, por supuesto, a Venezuela que, en cualquier latitud, se convierte en el espectro a eliminar.
La votación en el exterior, que llegó antes que la general, le dio a Lula la victoria en varios países europeos, incluida Italia. Un hecho sintomático: Bolsonaro ganó en Israel, Lula en Palestina…
La victoria de Lula implicaría un cambio de rumbo también a nivel internacional, lo que permitiría al país recuperar su lugar en las alianzas sur-sur, que habían caracterizado el «renacimiento latinoamericano», liderado por Cuba y Venezuela al principio del presente siglo. Un período en el que el rumbo progresista de los gobiernos de Lula ha sacado de la pobreza a casi 40 millones de brasileños, liderando un desarrollo económico que ha elevado el nivel del PIB de 510.000 millones de dólares en 2002 a 2.210.000 millones en 2010, según datos del Banco Mundial.
El índice de Gini, que mide las desigualdades, donde 0 indica igualdad y 1 desigualdad, fue de 0,58 en 2002 y pasó a 0,53 en 2009, a través de una decidida redistribución de la renta, creando 20 millones de empleos reales y un aumento del 70% en los salarios mínimos ajustados por inflación. El desempleo había bajado del 10,6% en 2002 al 9,4% en 2009. Tras el juicio político a Dilma Rousseff, ciertamente no favorecida por la recesión de 2015, el interludio de Michel Temer cumplió la tarea que los llamados «gobiernos técnicos» cumplieron en Italia: cambiar las leyes laborales y las pensiones en un sentido neoliberal.
El desastre de Bolsonaro, el desastre del neoliberalismo desenfrenado que representa, que ha llevado a Brasil a ser el segundo en el mundo por el número de muertos por covid y está atestiguado por todos los indicadores generales, sin embargo exhibe con orgullo su elección de campo, impuesta por el darwinismo social: por un lado, los excluidos, por otro los especuladores, pertenecientes a la élite política blanca y masculina, los que definen el «crecimiento» del PIB, exhibido con tonos triunfalistas por el «trumpista» Bolsonaro, aislando un dato de el contexto.
El dato es que, frente a enero, cuando los indicadores veían venir una recesión, ahora para la economía brasileña, impulsada por una fuerte recuperación del sector servicios, que reabrió tras la pandemia, se espera un crecimiento del 1,7%. Como resultado, el desempleo cayó dos puntos por primera vez desde 2016, según datos del gobierno. La realidad es, sin embargo, que con una inflación anual del 11,4%, los salarios están siendo pulverizados por la subida de precios.
Durante este año, las zanahorias y las papas aumentaron un 70%, la leche un 30%. Una situación que hace poco más que un paliativo, tanto las desgravaciones fiscales sobre el coste de los carburantes, como el paquete aprobado el mes pasado por el gobierno de Bolsonaro, para incidir en la campaña electoral: 41.000 millones de reales, equivalentes a 7.700 millones de dólares, para llevar mensualmente ingreso para los más pobres hasta 600 reales ($ 116).
Según los resultados electorales, el señuelo ha funcionado, tras una campaña frenética de los grandes organismos de control social, principalmente las iglesias evangélicas, que esperan un nuevo empujón si en Washington, en las elecciones a mediano plazo del 8 de noviembre, el trumpismo recupera la ventaja.
Tras el anuncio de los resultados oficiales, Lula dijo: «Vamos a ganar, esto es solo una prórroga», mientras que Bolsonaro reconoció que hay un deseo de cambio en el país, pero que con un gobierno de izquierda, los brasileños tendrían «mucho que perder». Darwinísticamente, por supuesto.
Artículo publicado el 3 de octubre de 2022 en Resumen Latinoamericano (Geraldina Colotti)