Los zapatistas reúnen a miles de personas en las montañas de Chiapas para hacer un alegato sobre lo colectivo y contra el capitalismo: “La propiedad debe de ser del pueblo y común”
Las botas de centenares de guerrilleros desarmados redoblan en la tierra y levantan polvo, una niebla arenosa iluminada por focos blancos en medio de la noche. Los pantalones verde camuflaje, las camisas marrones, los paliacates rojos al cuello, los pasamontañas negros, las gorras caladas al estilo del Che. Solo se ven los ojos, la mirada apática de la disciplina. Golpean sus porras al compás de la música. “Milicianos, rodilla en tierra, saludad; milicianas, rodilla en tierra, saludad”. Las instrucciones del subcomandante Moisés suenan secas y solemnes, pero cuando las maniobras militares se ejecutan a ritmo de cumbia, la retórica bélica tiende a suavizarse. El desfile desemboca en un baile en el que las mujeres del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) corren de un lado a otro del campo, rodeadas por la inmensidad de las montañas de Chiapas. Queda poco más de una hora de año, 70 minutos para el primero de enero de 2024. En ese momento, se cumplirán 30 años de la rebelión indígena que cambió México. Habrá fuegos artificiales.
Chiapas es una zona de guerra, dice la guerrilla, pero esta noche tienen muchos motivos para festejar. Los milicianos bailan con las civiles —y viceversa—. Hace 30 años, el 1 de enero de 1994, los padres y madres de los jóvenes que ahora danzan se alzaron en armas contra el presidente Carlos Salinas de Gortari, el mismo día que entraba en vigor su flamante Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Un ejército encapuchado de indígenas y campesinos, las venas abiertas del sureste mexicano, hizo temblar los cimientos del Estado. Lo que pedían era, como esa vieja consigna del 68 parisino, realista e imposible en aquel país de caciques y hacendados. Condenados a la miseria y el analfabetismo, diezmados por enfermedades curables, muertos de hambre, los indígenas dijeron basta.
Son días de contrastes: discursos que hablan de guerras frente a canciones de Los Ángeles Azules; desfiles militares y bailes; solemnidad y humor autoparódico; nostalgia y futuro. Cuando las maniobras acaban, empieza el discurso. El subcomandante Moisés, el mando del movimiento, toma el micrófono, primero en tzeltal, su lengua natal, después en español. Habla de la necesidad de los “los hechos” frente a las palabras, de la idea de una vida en común, de organizarse contra el capitalismo, de autonomía, tierra y libertad. “La propiedad debe de ser del pueblo y común, y el pueblo tiene que gobernarse a sí mismo”, dice desde un escenario de madera frente a una explanada del tamaño de un campo de fútbol. Miles de personas llegadas de todo Chiapas y medio mundo escuchan en un silencio reverencial. A su espalda, sentados en cuatro filas, lo respalda la comandancia del EZLN, hombres y mujeres con el rostro encapuchado. Hay otra fila de sillas vacía para “los ausentes”: las mujeres asesinadas, los presos políticos, los desaparecidos y todo ese largo etcétera de horrores que retuerce México.
El crimen organizado, carteles como Sinaloa o Jalisco Nueva Generación, controlan regiones enteras de Chiapas que se han convertido en tierra de nadie. El EZLN quiere crear una “tierra de todos”. El caracol en el que se festeja el 30º aniversario del alzamiento, en el poblado de Dolores Hidalgo y llamado “Caracol Resistencia y Rebeldía: Un Nuevo Horizonte”, es un ejemplo: con solo tres años de vida, es uno de esos territorios que la organización denomina “tierra recuperada”. Un conflicto latente con profundas raíces en la historia de este Estado amenaza con desbordarse entre la amalgama de grupos armados. Los cuarteles del Ejército se suceden a medida que uno se acerca a los territorios de los insurgentes, el espionaje estatal es especialmente incisivo con ellos y los grupos paramilitares se ensañan contra las comunidades zapatistas. Los guerrilleros hablan de una incipiente guerra civil ante la incapacidad —o inactividad— de las autoridades para encontrar una solución. A pesar de que han elegido la vía pacífica, Moisés recuerda: “No necesitamos matar a los soldados y a los malos gobiernos, pero si vienen, nos vamos a defender”.
El subcomandante Marcos, el icónico guerrillero poeta que lideró durante el alzamiento y en las décadas posteriores al EZLN, se ha retirado de la primera línea. Degradado a “capitán insurgente”, la noche del 31 de diciembre Marcos aparece camuflado por la oscuridad, acuerpado por una columna de milicianas. Antes de verlo, lo delatan las volutas de humo que ascienden de la eterna pipa. Llega sin hacer ruido, por la parte trasera del escenario. Su cara se ilumina un instante con la luz roja de una cámara. Se tapa el rostro —el pasamontañas— con la mano, pide que no le tomen fotos con un tono que no deja lugar a la réplica, se vuelve a perder entre la comandancia. Durante el discurso de Moisés, se sentará en la cuarta fila —la última— y no dejará de fumar. Después, se irá como vino, en silencio, alejado de los focos.
Obras de teatro, conciertos y bailes
El EZLN guerreó durante los 12 primeros días de 1994 contra las tropas estatales, firmó la tregua, negoció durante años. El Gobierno de Ernesto Zedillo prometió acabar con la desigualdad de los indígenas, reconocer sus culturas, sus historias, su autonomía. Las palabras nunca se transformaron en hechos. Sintiéndose traicionados, se refugiaron en montañas como esta, en sus aldeas, en comunidades remotas donde el español suena a lengua extranjera. Decidieron en asambleas cómo querían vivir, dieron la espalda al Estado, construyeron sus propias clínicas y sus escuelas, trabajaron la tierra. Durante mucho tiempo, el mundo apenas supo de ellos.
Esa supervivencia, ese triunfo de sus formas y valores, se celebra por todo lo alto. Durante el 31 de diciembre y el 1 de enero, las jornadas fuertes de la celebración, suenan cumbias, cohetes, la gente baila, canta, recita poesías. El primer día es para que las comunidades zapatistas expongan las obras de teatro que han preparado: recuerdan la historia del movimiento desde el alzamiento hasta la fecha, reivindican su forma de Gobierno, ilustran las amenazas a sus pueblos, como el crimen organizado, el paramilitarismo o el impacto ambiental de megaproyectos como el Tren Maya. Los jóvenes llegados de comunidades zapatistas de todo Chiapas actúan en la explanada, rodeada por centenares de personas refugiadas del sol por un techado de madera y hierbas secas. Son representaciones sencillas, esquemáticas, caricaturescas y pedagógicas, dirigidas a los pueblos del EZLN más que a los ojos extranjeros.
El segundo día, los invitados toman el escenario. Cuando cae la noche, en una enorme pantalla se proyecta el documental La Montaña (2023), la crónica de la travesía de un escuadrón zapatista al otro lado del Atlántico en 2021. A veces suenan por megafonía avisos inusualmente honestos: se han encontrado “cinco pesos y un chip”, que el dueño pase a por ellos; antes del desfile, se invita a los asistentes a bañarse y ponerse guapos para la noche. Hay análisis gratuitos para detectar VIH y sífilis, ambulancias, una pequeña clínica de primeros auxilios, un puesto que vende artesanías zapatistas y libros, lonas que piden el “alto a la guerra” y celebran la supervivencia del EZLN, niños jugando al fútbol, partidos de baloncesto en una cancha con un suelo de tierra lleno de agujeros, conciertos.
Los fogones no se apagan nunca. En un costado, bajo un techo de madera y sobre hogueras de leña, enormes ollas cuecen pozole, caldo de res, tamales de pollo, café. Todo el perímetro está custodiado por milicianos. En uno de los montes que presiden el campo, el ojo intuye otro campamento, más guerrilleros vigilando que nada quiebre la paz. En el comunicado en el que el subcomandante Moisés invitaba al aniversario, también alertaba del riesgo de una región que vive en una espiral de violencia. El EZLN, dijo Moisés, no podía garantizar la seguridad de la gente que acudiera.
Las mujeres indígenas y los jóvenes (y “jóvenas”, dirán ellos) que crecieron después del alzamiento, en territorios autónomos, son las otras grandes protagonistas de la conmemoración, simbolizados en las columnas de milicianas. Las cámaras no se despegan de ellas cada vez que se forman, marchan o participan en las celebraciones. Son el relevo generacional del movimiento, que en los últimos meses ha anunciado una reorganización. Su vieja estructura civil, basada en las Juntas de Buen Gobierno, ha dado paso a un nuevo modelo de democracia más directa, una pirámide invertida donde las comunidades llevarán el peso de la toma de decisiones, en común, el concepto más repetido.
“No estamos buscando hacer un museo para que nos recuerden”
Para llegar al caracol hay que conducir más de cuatro horas desde San Cristóbal de las Casas, entre los montes que cobijaron a los rebeldes desde que, en 1983, empezaron a planear el alzamiento. Las montañas de Chiapas son un deslumbre verde salvaje al sol de invierno; una neblina verdosa e hipnótica cuando el cielo se encapota. A los lados de la carretera, el coche deja atrás pequeñas aldeas con cabañas de listones de madera y suelo de tierra arcillosa.
Una hilera de guerrilleros flanquea la carretera que desciende hacia el caracol. Los milicianos no se inmutan con el paso constante de coches. No hay fusiles, al menos a la vista, solo porras y machetes más simbólicos que amenazantes. Por todas partes hay campamentos improvisados y tiendas de campaña para acoger a los invitados.
A pesar de la pérdida de su presencia mediática en los últimos años, el EZLN sigue gozando de buena salud y poder de convocatoria en el extranjero. La conmemoración, lejos de quedarse en una efémeride, en la memoria de lo que fue, apunta a lo que es y será, al presente y el futuro. Con sus fallos y sus aciertos —“no tenemos manual, no tenemos libro”, reconoce Moisés en su discurso—, la brújula del movimiento mira hacia nuevos horizontes.
La rebelión no logró salvar Chiapas, donde más del 75% de la población vive en condiciones de pobreza —la mayoría, indígenas—, pero resolver la miseria estructural después de tantos siglos quizá sea pedirlos demasiado. Aun así, logró extender ideas como el derecho a una vida digna, a trabajar la tierra, a la libertad, la identidad o el autobierno que resuenan todavía. En palabras del subcomandante Moisés: “No estamos buscando hacer un museo para que nos recuerden. No necesitamos que nos vengan a dar explicación o clase o taller político de cómo está el sistema. Tan sencillo y simplemente se ve cómo está el sistema capitalista. Quienes no quieren ver, será su responsabilidad”.