El año 2019 cerró con 71 masacres que cobraron la vida de 281 personas, en asesinatos menores a dos víctimas por evento suman más de 3,300 homicidios; la violencia incontenible es parte de un modelo social y político que dirige sus esfuerzos a la concentración de la riqueza y las oportunidades en un pequeño segmento poblacional en detrimento de las mayorías. Esto es acompañado por un tratamiento mediático desorientador de la opinión pública, que responsabiliza a la propia ciudadanía por los extremos dantescos a los que ha llegado la descomposición social.
Por su parte el Ministerio de Seguridad afirma que gracias al aumento del presupuesto se han resguardado centenares de vidas, además en declaraciones en estos primeros días del 2020, aseguró que el 70% de los homicidios se producen por problemas de convivencia y no por acción del crimen organizado. De ser así –aunque no se aclara bien el método de análisis de estas cifras por parte de la Secretaría- la institución estaría afirmando que alrededor de mil asesinatos en el país fueron cometidos el año 2019 por acción del crimen organizado. La normalización de las muertes violentas también se manifiesta en un sistema de justicia que vive una parálisis institucionalizada: 87% de los asesinatos quedan en total impunidad.
También la tasa de suicidios tuvo un incremento significativo, llegando a más de 300 suicidios en el 2019 según datos del Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras; dentro de la estadística destacan menores de edad (entre 10 y 16 años). Una cifra similar y también en aumento en relación al año anterior, se reportan de femicidios en los que cabe destacar que al menos 30% de estos casos son cometidos por la pareja de la víctima según datos y denuncias de las organizaciones feministas.
No obstante, la relación entre violencia estructural, modelo económico y político no aparece con la misma frecuencia en los recuentos o relatos de los hechos. Los análisis menos difundidos son los que señalan una relación entre crisis económica, falta de oportunidades, aumento de la brecha social, disminución del presupuesto nacional en educación, salud, programas de prevención de la violencia, atención de juventud y niñez en riesgo y una desatención casi absoluta en el combate de la violencia de género.
Esto también se debe a una relación directa entre crimen organizado y narcotráfico con las actuales élites gobernantes; misma que quedó claramente expuesta en los distintos juicios llevados a cabo en las cortes de justicia del sur de Nueva York en los últimos años, que señalan la complicidad de las cúpulas de los partidos tradicionales -particularmente al partido de gobierno-, en la proliferación de bandas con respaldo del aparato judicial y de seguridad del país.
Ante esto podemos afirmar la existencia de una forma de Terrorismo de Estado que actúa por acción u omisión conveniente ante aquello que se oponga al proceso de concentración económica. De ahí que la represión contra los movimientos sociales y organizaciones políticas de oposición tenga también las variantes de prisión, asesinatos políticos, censura de la prensa alternativa y una gama amplia de amenazas, controles y seguimientos por parte de los aparatos de seguridad y sus escuadrones paramilitares y parapoliciales.
Un temor racional mayor debe abordar al pueblo en estas circunstancias y es que este proceso de descomposición parece avanzar más rápido que la capacidad de plantear respuestas de los sectores organizados.